viernes, 2 de agosto de 2013

La Ofrenda


De pronto, una mano me levantó por la cintura mientras la otra aplastaba mi espalda para tumbarla. Pronto tuve los pechos contra el frío suelo. Me mantuve en aquella posición un buen rato y de repente sentí la mano de mi Amo azotarme en el interior de mis muslos, suficiente para que separarse mis rodillas y bajase un tanto más mi espalda.

Cada golpe fue acercándose cada vez más a mis nalgas y cada vez eran más fuertes. Pese a eso, yo aún permanecía callada. -¿En serio perra?- contuve el aliento cuando noté que sus dedos abrieron mis labios vaginales y retiraron el líquido suave que desprendí durante aquellos azotes. No dijo más, tan solo vi sus piernas tras de mí, como si fuera a sentarse en mi espalda  metiéndome los dedos en la boca. No dudé en abrir mis labios y recorrer con mi lengua cada centímetro de aquellos dedos con mi sabor, mientras él comenzó a quitarse el cinturón. -¡Ey perra!- exclamó resonando una palmada tras de mí, una que me hizo bastante daño dado que brinqué. Mi clítoris estaba demasiado duro y aquella bofetada me hizo el daño suficiente como para que me encogiera. No pude ni mediar palabra, jaló de mis pelos a la vez que él se dejaba caer sobre el suelo con la espalda en la pared; caí de inmediato encima de su cálida piel tras ceder con mí propio peso y la penetración fue tan fuerte que mi gemido llegó a rozar el gruñido dejando caer la cabeza hacia atrás. Pude sentir como aquel miembro se movía dentro de mí y el líquido trasparente era cada vez más fluido, por ello y por cada embestida se podía escuchar el chapoteo contra mis muslos. 

Ante todo aquel montón de sensaciones, aquellas manos tomaron mis pezones, empezando a retorcerlos con la perforación de por medio, el dolor se aumentaba al sentir el metal rasgar la piel interna de la perforación. De pronto sus labios estuvieron en mi nuca, gracias a ese pequeño gesto de consideración y relajación pude relajarme unos instantes hasta que él volvió a tomarme de las nalgas un tanto sonrosadas y doloridas para embestirme más rápido. Cambió de orificio, no pidió permiso, tan solo la sacó y se sostuvo de las nalgas; y para cuando pensé que el dolor había desaparecido apartó las manos de ellas y volví a quedar clavada ante él; sentí aquel falo abrirse paso en aquella estrecha cavidad obligándome a gemir con tantísima fuerza que hasta él pudo sentir como aquel líquido dorado salía expulsado de mi vagina humedeciéndonos al momento, pensé morir de la vergüenza (y del dolor), pero no pude evitarlo, quería más. Pensé qué él iba a regañarme, pero fue consciente de que el dolor fue demasiado y dejó de penetrarme.

Se alzó y tras él fui yo. Estaba llorando pero sin embrago seguía húmeda y sentía mi sexo palpitante despojándose de más líquido, bien lo sabía él -Lo siento- murmuró con sus labios en los míos, pero de nuevo me enganchó de la nuca y me empotró contra la pared -Pero no está permitido llorar- mi corazón latió tan deprisa que lo sentí en la garganta, así como sentí mis pechos a punto de reventarse por la presión. Me costaba gemir, respirar y me ahogaba con facilidad, a ello se le sumó la asfixia de aquellos cinco dedos entorno a mi cuello. -¿Has visto lo que has hecho, perra?- tiró de mí y me hizo mirar la orina del suelo -¿LO VES?- alzó la voz y me obligó a arrodillarme ante él (encima del tibio líquido amarillento). -Ya sabes lo qué tienes que hacer- asentí como buenamente pude con los labios entreabiertos y las mejillas rojas, gateé un poco y me senté sobre mi propio vertido. Fue entonces cuando el Amo trajo los paños y el cubo para que lo recogiese. 


Y de nuevo un segundo castigo, volví a quedarme sola con todo el dolor que me había hecho sentir en pocos minutos.

La ofrenda había sido un castigo ejemplar de aceptación.


Texto: Raquel Sarmiento

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